jueves, diciembre 06, 2012

DESPEDIDA



Fue ésa, la que amaneció como pocas. Ésa, en la que el sol te golpeó la cara más temprano de lo habitual. Cuando te levantaste algo renegado y golpeaste tu dedo chiquito contra la pata de la cama, viéndote forzado a maldecir todo aquello que te rodeaba, incluyéndome a mí. Ésa, ésa fue la mañana en que ya mi esencia se había alejado de mí.

Para cuando regresaste a la cama, y volviste a recostarte sin sentir mi cuerpo frío, yo ya había descubierto esa parte de tu vida que nunca quise ver. Vi tu caminar despeinado y tu dormida imprudencia,  esa manera extraña de acomodar tu calzoncillo y mirarte con esmero en el espejo, para, no sé cómo, sonreír y afirmar que lucías muy bien.

Debo confesar, sin embargo, que no todo me fue ajeno, tu cepillada de dientes de adentro hacia afuera y tu cortada de canitas en las barbas, para nada me cogieron de nuevo. Pero claro, esa particular toma en picado de todo lo que estaba sucediendo esa mañana de sábado en que, como otras, me dejabas dormida y te marchabas antes de que yo hubiera despertado, era, sin duda, algo bastante inusual.

Lo que no esperaba, lo que sinceramente no esperaba era el momento en que te dieras cuenta de que yo realmente ya no estaba allí. Te confieso, tenía angustia, pero un incontenible morbo me mantenía atenta y vigilante de mi cuerpo para no perderme ese momento en que la impavidez de mi carne se apoderara de nuestra cama. Imaginé algunas situaciones, tal vez cuando me dieras ese beso que siempre me das al marcharte, ¡horrible!, o quizás cuando recogieras el edredón que durante nuestro encuentro de anoche había accidentalmente caído al piso… pero no, nada de lo previsto sucedió. Fue esa rebanada de pan, esa, la delatora; cuando como otras veces, decidiste traer tu desayuno a la cama, y entre el morder la rebanada y pasar por encima de mi cabeza para contestar el teléfono, que curiosamente sonó en ese instante, dejaste caer unas cuantas miguitas sobre mis pálidas mejillas.

Con tus manos ocupadas, te vi postergar el limpiar mi cara hasta terminar de hablar por teléfono con mi socia, que paradójicamente llamaba a preguntar cómo me encontraba luego del mareo que había tenido el día anterior en la oficina, del cual nunca te hablé.  Entonces miraste hacia mí y con cierta extrañeza le dijiste que todo estaba bien.

El descubrimiento ahora era inminente. Volviste a poner el teléfono en su lugar y como tratando de no despertarme, metiste tu mano entre mi brazo y mi cara para recoger las migas de pan que reposaban quietas, tan quietas que hicieron que percibas mi falta de respiración.  Un segundo, no fue más, y te pusiste de pie, y casi arrancando las cobijas que estaban remordidas bajo mi brazo doblado, me miraste. Lloré.

Tú también lloraste. Médico como eras, sé que consideraste infructuoso buscar si algún rastro de pulso aún se escondía tras la rigidez de ese cuerpo que sé, amaste.

Ahí, mi amor, ahí fue cuando me despedí de ti. Solo pude mantenerme cerca de mi cuerpo, mientras mi real ausencia no había sido descubierta, y ahora ya nada podía hacer. Fue entonces que floté y henchida de aire subí y hasta ese momento llegó mi voluntad, hasta ahora que me acabo de desatascar de esta rama que con fuerza sujeté para no alejarme, para imaginarte cerca, para contarte, cómo es que todo fue.